La Estación: De Marqués de Vadillo a Oporto
Un recorrido por Carabanchel entre dos de sus estaciones más emblemáticas.
Mi barrio fueron dos pueblos antes que un barrio, terrenos de cultivo y bosque. Después llegaron las fábricas y los talleres. Artesanos, imprentas, textiles y calles de colonias para obreros. En la guerra civil quedó arrasado y fue reconstruido con prisa y sin contemplaciones para instalar a vecinos y emigrantes, que entraban en tromba desde Toledo y Extremadura. Muchos edificios conservan el toque adusto de sus diseñadores, que deseaban recrear un “Madrid Imperial” como del siglo XVI con materiales de cuarta, y lucen todavía la plaquita con las flechas y el yugo del Instituto Nacional de la Vivienda de Falange. En el año 48, los dos Carabancheles, el Alto y el Bajo, fueron anexionados a la capital, igual que Vallecas, Barajas o Villaverde. No había infraestructura, pero se edificaban pisos baratos al lado de las casas de cartón y uralita, en medio de barrizales sin agua y sin luz.
Cuando yo era pequeña, Carabanchel era una mezcla de casas bajas de pueblo, bloques y personas precipitadas en terrenos de aluvión. Los de la zona centro y norte solían decir que “Del Manzanares para allá… ya no se era Madrid ni se era nada”, en el habitual tono faltón y displicente del madrileño, pero sobre todo para hacer rabiar a los aficionados del Atleti, aunque su campo está antes del río. Los de Carabanchel ni nos inmutábamos. Vivir en Carabanchel era de pobres, como diría el maestro Javier Pérez Andújar, y poco nos imaginábamos que un día los terrenos del Calderón y los de la fábrica de la Mahou serían pasto especulativo para rascacielos y viviendas de empaque, donde antes salía el humo de las chimeneas.
Lógico, aquí no había esmeradas escuelas ni finos institutos. Yo estudié en uno concertado de monjas seglares, que se iban de misioneras a Centroamérica cuando la moda sandinista. Allí se impartía una enseñanza de calidad regular, pero era solo para chicas: mi hermano hizo la E.G.B. en el colegio que un señor muy avispado montó en dos plantas de un bloque de viviendas, utilizando las habitaciones para clases y el local del bajo que daba a la calle como gimnasio y patio de recreo. La gente se asomaba por los ventanales y veía niños jugando en lugar de saneamientos, que es lo que venden ahora.
Pero de eso hace mucho tiempo y estas señoras de Madriz no me han encargado una redacción sobre mi vida, sino sobre Carabanchel.
Carabanchel es un barrio obrero, pero ahora pertenece a mucha más gente que vive en su centro histórico y en los ensanches: el PAU (en el borde de A. Alto, casi lindando con el pueblo de Leganés), con su arquitectura bioclimática y sus fachadas híper modernas. Los obreros ya se jubilaron o los jubilaron hace años. Ahora hay mano de obra inmigrante, pequeños autónomos y masas de parados muy jóvenes, que hacen botellón en las aceras vestidos de hip hop con acento quichua, bebiendo la misma cerveza y comiendo las mismas chucherías que yo compraba en el desaparecido kiosco de los cromos.
Ya no está tan lejos del centro de Madrid; de hecho, lo que fue periferia se ha integrado casi como parte del núcleo de la capital, y la barrera del río, medio soterrado por la obra dislocada de Gallardón, ya no separa sino que une. Bueno, todavía no se han visto grupos de turistas, salvo aquel verano que vino el Papa y Carabanchel se llenó de gente rarísima, pero cualquier cosa puede pasar. Hace cinco años me dicen que por la arteria principal del barrio, la calle General Ricardos, que tiene una pendiente del 4%, iba a ver en bici a hipsters con sus barbas y tatuajes tratando de esquivar el tráfico enloquecido de buses, furgonetas de reparto y automovilistas iracundos, y no me lo creo. Ahora un pequeño contingente carabanchelhip sube y baja pedaleando con mucha voluntad la calle, al tiempo que protagoniza divertidos altercados con el resto de conductores, especialmente con los taxistas y autobuseros por el carril bus, o incluso con los peatones cuando invade las aceras. Estoy esperando al velocista en traje de deporte vintage y monociclo, para ver quién corre más, si él o uno de los mendigos subidos a su carrito de supermercado lleno de chatarra.
Situémonos en el mapa de Madrid. Una salida de metro para empezar es Marqués de Vadillo (línea 5, la verde), donde nace General Ricardos, que atraviesa todo Carabanchel Bajo hasta llegar al Alto. La zona de la Glorieta, que linda con las calles Antonio López, Antonio Leyva y el Puente de Toledo, es un buen ejemplo de esta evolución de la gente y el comercio. Lo que hace no demasiado tiempo era un macizo de bar español, tasca antediluviana y pequeñas tiendas (peluquerías, electrodomésticos, muebles, ropa de niños y caballeros…), es ahora una sucesión de franquicias de comida, supermercados y, sí, tiendas de bicicletas y tatuajes. Esas tiendas, que se contaban por docenas y docenas en la calle General Ricardos, salpicadas de bares y cafeterías, han desaparecido casi en su totalidad. Tras la época de desertización urbana, han sido sustituidas por bazares todo a cien, fruterías y bares regentados por chinos y magrebíes, pero sospecho que por poco tiempo. La omnipresencia de sucursales de bancos e inmobiliarias augura un ladrillazo para pisos nuevos y nuevo público.
Continuamos subiendo la calle. A la altura del número 164, encontraremos un cruce importante de Carabanchel: a la izquierda, Valle de Oro, y a la derecha, la calle Oca. En Valle de Oro está la salida de metro Oporto (línea 6, la circular) y un intercambiador de autobuses que trae desde localidades del sur como Leganés o Fuenlabrada a miles de personas todos los días. Es el sitio donde se concentra más gente en el barrio. Lugar de quedadas, asambleas y movilizaciones de protesta, con mercadillo de temporada incluido.
Enfrente de la multicultural Valle de Oro se abre una zona que vive al mismo tiempo los efectos de la inmigración y la reocupación de locales y comercios para actividades alternativas. La calle Matilde Hernández es el eje de esta nueva ola, alrededor de lo que era el antiguo polígono industrial, donde en tiempos se localizaban docenas de pequeñas empresas y talleres. Encima de esos solares se construyen pisos nuevos de patio interior y valla exterior, urbanizaciones con porteros automáticos de cámara web y clave numérica, para jóvenes familias de pelo cano con un hijo pequeño o dos como mucho. Entre lo que se derrumba, lo que se especula y lo que se vende, la gente ha entrado en espacios para hacer otras cosas.
En estas calles y desde hace tres lustros, aguanta el Gruta 77 (c/ Cuclillo, metro Oporto), sus conciertos diarios y sus locales de ensayo. Muy cerca está Vaciador** 34 (Matilde Hernández 34, 2º izda.), local industrial dedicado a la creación artística, dispuesto a librar la batalla contra las jerarquías del libre comercio. En el número 42, un huerto urbano, El Solar de Matilde, otro terreno baldío recuperado por la gente, que abre todos los sábados.
La transformación del barrio llegó a la puerta de mi casa sin darme yo ni cuenta. Lo que había sido un gimnasio se convirtió hace más de diez años en un local de teatro, conciertos y exposiciones: la sala Tarambana (c/ Dolores Armengot, 31) ya es una institución en la red de teatros de la ciudad. En el edificio contiguo (un antiguo saladero de jamones), ensayan actores y actrices populares que se confunden con los alumnos del Centro del Actor, y el espacio donde se dan clases de baile, justo al lado de la taberna de Ricardo y Alma (La Bodega Chateo), en la misma Dolores Armengot. No termina aquí la oferta: en la calle paralela, Dolores Coca, entre iglesias evangelistas instaladas en garajes y tiendas en liquidación, se encuentra la escuela Stravadanza). “Al (negro) porvenir por el baile”, debería ser el emblema de Carabanchel Bajo.
Carabanchel tiene, como pueden imaginar, una lista interminable de bares, pero no vive ahora su mejor momento. Por familiaridad y solera voy a destacar La Pulpería Caracolería, enfrente de La Sala, conocida discoteca de conciertos, en la calle Nuestra Señora de Fátima, 18; La Casa de los Minutejos, el bar con la ración de oreja más original de la ciudad (c/ Antonio Leyva 19), y El Bar-Río, más de veinte años ofreciendo cervezas, música, tapas y la voluntad de un bar feminista (c/ Halcón 6).
Carabanchel es un lugar para gente curtida, especialmente donde el barrio no tiene jardines, ni se cuidan las aceras o el asfalto. El de las casas que se derrumban, el de la suciedad en las calles, el ruido ensordecedor a todas horas del día. La famosa cárcel es un solar vacío que espera algo, no se sabe si una recalificación o la acción de una turbina gigante hacia el mundo subterráneo. Parte de su terreno ha sido ocupado por el CIE (Centro de Internamiento de Emigrantes), un edificio amarillo que ha pintado los barrotes de las celdas de azul brillante, colocando en lo alto una cúpula que imita un centro comercial o la carpa de un circo, supongo que para camuflar el crimen entre el intercambiador de Aluche, la Avenida de los Poblados y el Sanatorio Esquerdo, en el otro lado de la carretera, institución psiquiátrica fundada por el famoso doctor en 1877.
El barrio conserva lugares donde perderse: los cementerios monumentales (desde el Inglés a la Sacramental, pasando por la ermita mudéjar de Santa María La Antigua, al lado del cementerio de Carabanchel); la finca de Vista Alegre, zona muy desconocida de bellos parques y palacios decimonónicos; la colonia de los periodistas y el paisaje desde el Puente de Toledo. Siempre me ha gustado la postal que se ve donde termina la calle Antonio López, el Puente de Praga como alucinación de coches lanzados sobre el cielo. Cuando vives aquí y no tienes nada en los bolsillos, piensas que un día podrás contemplar, desde lo alto de la Biblioteca Luis Rosales, el día que la ciudad se encienda desde el norte hacia el centro. Y entonces te quedarán unos minutos para disfrutar del espectáculo antes de que te llegue el turno. Con tu carrito de supermercado lleno de chatarra.