La ciudad de las desapariciones
“La ciudad de las desapariciones” es el título de un libro de Ian Sinclair en el que su autor se queja de la transformación urbanística de su ciudad, Londres. Pero para ciudad de las desapariciones, Madrid.
Madrid es una ciudad cruel. Lo dijo el otro día Luis Alberto de Cuenca a propósito del cierre de Embassy , refiriéndose a la manera en la que esta ciudad se porta con su patrimonio y su historia. También lo dijo, comparando Madrid con Londres, el periodista Joaquín Merino en su divertido libro “Londres para turistas ricos”: Madrid, escribe Merino, al contrario que la capital británica, siempre anda desprendiéndose de los elementos más entrañables de sus calles; se deshace de ellos como los tesoros del desván que las abuelas malvenden en los pueblos a los chatarreros. Así, en Madrid ya no existen los espejos del callejón del Gato, la fuente de Callao se aburre mortalmente en un almacén municipal y la de la Fe hace ya mucho tiempo que se perdió para siempre en el olvido. La mítica cafetería Manila es ahora una tienda de Benetton.
Desde que en 2010 llegué a Madrid, yo mismo he visto desaparecer muchas otras cosas de la ciudad. Por ejemplo: el sauce llorón que caía sobre el estanque de Recoletos, el bonito empedrado que cubría dicho paseo, el Café Comercial, el antiguo 8 y medio y, ahora, si nadie lo remedia, Embassy. Reconozco que en Embassy solamente merendé una vez, que me faltaban apellidos para ser un habitual del sitio, pero en el Café Comercial empecé muchas novelas que luego no acabé y tuve algunas citas, que tampoco acabé luego. Debajo del sauce, sentados en su retorcido tronco, un amigo me contó un secreto de su familia entre sollozos una noche de verano; después perdí a mi amigo y al sauce lo arrancaron de su sitio. Por el empedrado de Recoletos, paseé muchos domingos con mi ex para desayunar en El Espejo. Tal vez acaben cerrando también El Espejo. Bueno, así dejará de dolerme ver nuestra mesa vacía. En el viejo 8 y medio, ligué por primera vez en Madrid. Ahora es un almacén de Zara, y el espacio en el que di mi primer beso en la ciudad descansa hoy una caja llena de calcetines y poliespán.
A Madrid, por otro lado, siempre se tiene la sensación de haber llegado un poco tarde, sobre todo si tienes amigos mayores que tú. A los míos les oigo hablar muchas veces de discotecas y bares que hace casi dos décadas que cerraron sus puertas, o de los bajos comerciales de Gran Vía, en los que cuentan que había un laberinto de salas de recreativos que luego compró Antena 3: es ese portalón extraño en el que te reciben las hormigas de Pablo Motos. Y cuando en 2010 por fin conseguí mudarme aquí, las fiestas que envidiaba desde mi ordenador de provincias ya habían dejado de celebrarse. Murieron con el Fotolog y nuestras fotos. Dentro de algunos años, si Facebook e Instagram cierran también, no existirán apenas fotos nuestras, y las únicas pruebas de que una vez fuimos jóvenes serán las de la orla de la Universidad o las polaroids que te sacan los chicos de Jägermeister en sus fiestas. No nos acordaremos ni de nuestras caras ni de esas fiestas, como no nos acordamos ya de qué aspecto tenía la calle Serrano antes de que Gallardón se liara a cavar zanjas. Madrid es como internet.
Madrid se parece también a esas amas de casa que un buen día, movidas por alguna inquietud o impulso misterioso, deciden cambiar por completo la decoración del salón. Madrid es una interminable batalla de ideas en una agencia de publicidad. ¿Cuántas veces ha cambiado de aspecto la Puerta del Sol? ¿Cuál será la Plaza de la Luna que recordaremos dentro de treinta años? He vivido tres años en esa plaza y hace poco he leído que la van a volver a reformar. Cuando sea viejo y triste y vuelva a cruzar por esa plaza, en la que fui feliz tanto tiempo, ¿dolerá más o dolerá menos ver que no es ya la misma plaza? Madrid, en fin, es la ciudad de la imaginación, porque hará falta mucha de esta para explicarle a alguien dentro de algunos años que en esa tienda de Crocs en la que antes estaba Embassy, los espías británicos conspiraban contra los nazis en la década de los 40 (“¿con esos zapatos?”, se extrañarán los chavales del 2057).
Las calles de Madrid son como fallas valencianas a cámara lenta, y es un milagro que la Puerta de Alcalá siga todavía en pie. Es un milagro que nosotros sigamos aquí. Deberíamos irnos a Londres, pero estamos enamorados de Madrid.