El último caballo
El 23 de abril se cumplieron cincuenta años de la muerte de Edgar Neville, escritor, guionista y director de cine y teatro. Celebramos mayo con una de sus mejores películas. Una comedia ambientada en el Madrid de los años cincuenta, con una carga crítica que solo podía desarrollar un genio como él.
Edgar Neville (1899-1967) fue mucho más que un director de cine. Encarnó un espíritu extravagante, lúdico y humorístico. Ninguno de estos adjetivos han sido respetados por la cultura de nuestro país, siempre empeñada en valorar ante todo lo adusto, lo recto y lo muy dramático. La “Otra” Generación del 27, como se conoce en los estudios a personajes como Neville, Mihura, Tono, Jardiel Poncela, López Rubio… ya es una forma de señalar a sus componentes como autores de segunda categoría, porque además de pertenecer ideológicamente al bando nacional (lo cual no es exacto), se reían de todo y de todos, empezando por sí mismos. El humor, como sabemos, es un arma muy difícil de manejar y entender.
Neville fue un hombre vitalista y curioso. Escribió en prensa, ayudó a fundar las revistas satíricas más importantes (desde “Gutiérrez” a “La Codorniz”), lo mismo que hacía pesca submarina o jugaba al hockey sobre hielo (fue componente de la primera selección nacional). Se apasionó por el cine a finales de los años veinte y estuvo un tiempo trabajando en la Metro Goldwyn Mayer de Hollywood, como adaptador de las películas americanas a su versión española. Allí aprendió lo básico del rodaje, contemplando el trabajo de Charlie Chaplin, de quien se hizo amigo personal, entre otras estrellas del momento.
“El último caballo” era una las preferidas de su director y creo que un gran ejemplo de cómo utilizar el cine como método de desenmascarar la realidad, para mostrarnos lo triste que resulta la vida en un entorno de opresión y miseria, pero con las herramientas de las narraciones clásicas. La película actualiza los temas cervantinos y de la picaresca en un coctel con el humor absurdo y desternillante de Ramón Gómez de La Serna, y los traslada al Madrid subdesarrollado de 1950, que se pretende una ciudad cosmopolita a pesar del sufrimiento y la lucha de aquellos que se niegan a vivir en ese simulacro.
Para que se hagan una idea de la alteración de los valores que lleva a cabo Neville, el protagonista absoluto de la película es Bucéfalo, el caballo. Un animal que es salvado de ser vendido a un contratista que surte de caballos a las plazas de toros. Su dueño invierte en su compra todos sus ahorros, que tenía guardados con mucho esfuerzo para casarse después de la mili, que ha pasado en el antiguo y ya desaparecido Cuartel de Caballería de Alcalá de Henares, donde los caballos van a ser sustituidos por motos. Cuando vuelve a Madrid (la mili duraba entonces dos años), subido en su caballo, descubre que la ciudad ha cambiado y para peor. La vida es mucho más cara, el trabajo de oficinista le exige más horas pero no más sueldo y encima no hay sitio para dejar a Bucéfalo, porque las cocheras ahora están llenas de camiones y coches. El pobre Fernando (Fernán Gómez) emprende una aventura quijotesca para dar comida y techo a su caballo.
El mundo (el orden establecido) que le rodea se encarga de abroncarle constantemente y sentencia que se ha vuelto loco, desde la novia (y la madre de la novia) a los jefes y compañeros de la oficina. Todos utilizan el mismo argumento: un pobre no puede darse el capricho de comprar un caballo. Eso solo se lo pueden permitir los ricos, y entonces sí será un gesto noble que se quiera salvar a un animal de ser destripado en la corrida de toros. Fernando pierde a la novia (una composición memorable de señoras siniestras, la madre y la hija, muy típica de estos autores), pierde el trabajo (un jefe explotador y clasista, en la línea de esas oficinas también siniestras de “La Codorniz”) y a punto estará de perder el caballo, por alimentarlo exclusivamente con flores, que le suministra una vendedora ambulante (la gran Conchita Montes, que merece un artículo, qué digo, un tomo para ella sola, el único personaje que entiende esta locura y apoya de buena voluntad la empresa de Fernán Gómez). El conjunto de soñadores/perdedores, que viven al margen del pensamiento oficial, se completa con el ex compañero de mili, un bombero con la parafilia sexual muy de la generación del 27 (así se explicita en los gestos de su actor, José Luis Ozores) de encontrar un piano de cola en un incendio y lanzarlo por la ventana, y el cochero de punto que por fin encuentra el protagonista para dar cobijo y trabajo a Bucéfalo, un pobre viejo (borracho terminal) que vive en una finca destartalada en el barrio de la Guindalera.
Cada situación dramática en la película se contrapone con una escena desternillante, de humor y diálogos absurdos, pero certeros. Así Neville va desgranando su guion en el que muestra con elegancia los defectos de la sociedad (la envidia, las murmuraciones y la codicia de la clase burguesa: la espantosa escena de la tarta y el gesto de la gran actriz Julia Lajos) así como sus propias contradicciones personales que, como decía, él nunca obvia (su gula por los dulces, por ejemplo), pues el director era un gran aficionado a los toros: aun así no puede evitar la repugnancia por el trato que se le daba a los caballos. Igualmente, el personaje de Fernán Gómez es un idealista que rechaza el mundo actual, de caos circulatorio e inflación económica (la escena de la borrachera en la tasca, donde grita “¡Abajo los camiones, abajo la vida moderna!”), cuando sabemos que Neville era un bon vivant, enamorado de los coches deportivos.
Madrid, entre la postal de los grandes edificios y coches de la zona centro, y los barrios, todavía a medio reconstruir, los niños que juegan en la calle sin zapatos, los hombres sentados en el suelo, la pobreza tras las joyerías y los grandes hoteles… Ese Madrid a lo Lubitsch que nadie ha reflejado tan bien como Neville. Es una lección de humildad para el cine que se cree social, moderno o cualquier otra cosa. Y un regocijo para los espectadores.