Comedia negra de serie casi Z
Abandonamos el invierno con el género favorito de los grandes cineastas españoles: la comedia negra. Humor absurdo y mensajes sinsentido para esta película olvidada de José María Zabalza, uno de los padres de la Serie B nacional.
Mientras repasaba “Entierro de un funcionario en primavera” (José María Zabalza,1958) para escribir este texto, he recordado aquella anécdota que Jardiel Poncela contaba sobre uno de sus amigos. Este, cuando veía el libro de condolencias en un portal (antes de la existencia de los tanatorios, la gente velaba en casa a los difuntos), no dudaba en hacer siempre la misma gamberrada. Llegaba al piso en cuestión fingiendo una inmensa pena, se abrazaba a los familiares con lágrimas en los ojos y pedía ver al finado. Entonces, se acercaba al ataúd y en un momento, gritaba con horror, señalando hacia el muerto: “¡Aaah! ¡Se ha movido!” A continuación, se escabullía corriendo de la casa, aprovechando el lío que había organizado.
“Entierro de un funcionario en primavera” es una farsa en este mismo estilo, la segunda película que filmó Zabalza, pero con intenciones moralizantes. Más que las del funcionario de correos amigo de Jardiel, el aberrante experto en bromas macabras. Fue el desarrollo para un largo de su proyecto final para el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, una pequeña filmación del 54 a la que añadió más personajes y diálogos. En un principio, esta película fue pensada para realizarse con un presupuesto medio-alto y un reparto donde se incluirían nombres de primera fila, como, por ejemplo, Fernando Fernán Gómez. Por desgracia, la Dirección General de Cinematografía le dio categoría de tercera, lo que redujo el presupuesto al mínimo. Si le daban clasificación de tercera a una película, eso significaba que, además de muy poco dinero, la película no se estrenaría en Madrid y Barcelona, lo que condenaba la posible promoción y, por supuesto, la taquilla. Tras la lectura del guion, los censores eclesiásticos no se pusieron de acuerdo en decidir si se trataba de una blasfemia o simplemente algo del género tonto. Unos pidieron la censura completa y otros se limitaron a tachar un chiste sobre militares.
Por lo tanto, las expectativas eran muy poco halagüeñas. La película se resiente en la producción y montaje, porque está confeccionada con un equipo reducido y sin florituras. Estamos viendo una española de los cincuenta de serie B, tirando a Z, realizada con la premura de un presupuesto escaso. Años después, Zabalza se haría célebre en el terreno del fantástico con sus películas del oeste, terror y de las clasificadas “S”, pero creo que la factura de esta posee una cualidad muy especial.
“Entierro de un funcionario en primavera” es comedia negra, pero puntualicemos que resulta más comedia que negra. El guion no tiene el mordiente ni la carga de profundidad de historias similares, como podrían ser la extraordinaria “La niña de luto”, de Manuel Summers o “El verdugo”, pero si se animan a verla, descubrirán que don Luis G. Berlanga tiene más de una y dos cosas en común con la puesta en escena y los diálogos de la película de Zabalza.
El Madrid esplendoroso de abril, se nos muestra fotografiado en un blanco y negro de enormes claroscuros, más teatrales que neorrealistas. Es consecuencia del presupuesto, pero eso le da a la película un inesperado tono de experimento de vanguardia, como si fuese una sucesión de sketches salidos de La Codorniz o cortos ensamblados para un festival dadaísta de Mack Sennett. Las escenas en exteriores son pocas: vemos tomas del casco antiguo, la calle Mayor, el edificio de Capitanía, la plaza de Atocha… Todo sorprendentemente vacío, sin esas imágenes típicas de coches circulando y calles repletas. Solo veremos gente cuando el coche fúnebre se ponga en marcha en dirección al cementerio, lo que resulta una de las buenas ideas de la historia.
La otra buena idea es que el personaje que comienza y cierra la narración es el muerto, que se presenta como Lipicinio Murga, funcionario de carrera. El espíritu del fallecido nos muestra su casa, justo cuando va a comenzar el velatorio. A partir de aquí, lo que vamos a ver es un desfile de gente que pasa por el domicilio para dar el pésame a la viuda, más una sucesión de embrollos y escenas corales al estilo, como decía, de Berlanga. Como es la intención de la película, esa supuesta denuncia de la poca caridad que existe en ciertos velatorios, las personas que invaden la casa del señor Murga no son parientes ni amigos; en realidad, solo un grupo cada vez más numeroso de gente estrafalaria que aprovecha el óbito para hacer relaciones públicas, cerrar negocios (“podría usted recomendar a mi hijo, tiene muchas posibilidades, ¡es un auténtico idiota!”), ligar o encontrar pareja. La nouvelle de Rafael Azcona, “Los muertos no se tocan, nene” (1960) aborda esta misma idea, pero con una mala leche y unas ideas mucho más sombrías que las que aporta Zabalza a su película. Sin embargo, como acumulación de disparates y situaciones cómicas, “Entierro…” ya merece la pena. Además de los decorados, baratos y chirriantes, los colores tan ultradefinidos y el caos del planteamiento, que son deliciosos para cualquier aficionada a la psicotronía, el principal reclamo estriba en el trabajo de los actores y actrices, un verdadero regalo. El deseado por Zabalza de José Luis Ozores, poder incluir a Tip y Coll haciendo de sí mismos, hubiese sido estupendo, pero no lo es menos contemplar a Félix Hernández dando vida al plañidero profesional (que lo mismo llora en velatorios que en bodas o comuniones), Fernando Sancho vestido de “gran autoridad” (entre el grupo de militar prusiano, niños vestidos de marinero y un picador antes de irse a la corrida); la breve intervención de Luis Ciges y José María Tasso, emborronando el libro de visitas; los cómicos Amelia Ripoll y Belloto, como el insufrible matrimonio cotilla que no se pierde un funeral; Vicky Lagos en su papel de criada vedette… Y por supuesto, Tony Leblanc, como el carterista que provoca un lío en el velatorio, persiguiendo a Fernando Delgado, el sobrino del finado. Entremedias, funcionarios tiquismiquis, papeleos absurdos a cuenta de la pensión de la viuda, un guardia urbano que no se aclara con las direcciones, varios elementos de la picaresca que aprovechan los velatorios para colarse en las casas y bañarse, limpiar la ropa o cazar gatos, y una sucesión de imágenes deliciosas y absurdas, como la orquesta de ancianos de la casa de especialistas en el clásico timo de mandar una compra a nombre del fallecido justo el día de su muerte, o el cobrador, esta vez real, de recibos que se presenta y no se cree que el finado ha muerto hasta que ve el ataúd en el coche, la escuela de baile flamenco, que anima entierros y bodas, donde la bailarina en lugar de cantar, grazna… Todo ello en contrapunto con los preparativos de la novia que está a punto de salir para su boda, en lo que parece un guirigay tan loco como el del velatorio.
“Entierro de un funcionario en primavera” es un delirio contra las normas, contra la hipocresía social ante la muerte y el plañiderismo vacuo, lleno de frases hechas que no significan nada, pero también contra las más elementales reglas del rodaje y el “buen cine”. Solo por eso, tiene un valor añadido. Seguro que Max Castle lo hubiera aprobado.