Memorias del ángel caído
La Pantalla de abril va a marcarse un paso de Semana Santa de padre y muy señor mío (con perdón). Si ya corrieron delante de las procesiones y de los autobuses asesinos, verán ahora que recuperamos de los noventa (sí, de los noventa), una película de terror nunca suficientemente valorada.
Todo en “Memorias del ángel caído” (Fernando Cámara y David Alonso, 1997) pertenece al terreno de lo extraño. Para empezar, se trata de una película de debut, realizada y escrita por dos jóvenes directores y guionistas. No es una comedia satánica, si alguien está pensando en trazar paralelismos con “El día de la bestia”. Por el contrario, es un dramón, en el que lo innombrable sale a la luz de la forma más violenta y sorprendente. Pertenece al género de terror clásico, pero se arriesga al presentar un desenlace abierto y detenerse en el estudio psicológico de los personajes. Por si no fuese suficiente con esto, en el reparto no hay actores ni actrices de moda. Solo tiene un grupo excepcional de veteranos. Al no contar con ninguno de estos elementos (cachondeo, chicas guapas, banda sonora pop rock, etc.), la película no tuvo el éxito y la taquilla que merecía. Solo ha quedado en la memoria de los fans, que la veneramos como una de las mejores películas de la década. Y sí, tiene sus dosis de costumbrismo. El corazón de Madrid será el paisaje para el Segundo Advenimiento. Aunque en este caso no sabemos de quién. Bueno, sí, pero no vamos a desvelarlo en este texto.
“Memorias…” comparte el ambiente de irrealidad y la sensación malsana que proyecta por ejemplo “El Exorcista”, pero esta vez localizada en el Madrid de fin de siglo, entre las iglesias del distrito de Centro. El decorado protagonista es doble: en el exterior, es la imponente fachada de Santa Bárbara, en la Plaza de las Salesas, con su famosa escalinata. En el interior, la parroquia ficticia donde transcurre la acción está filmada en la iglesia de San Marcos, una construcción del s. XVIII de Ventura Rodríguez, antiguamente elevada sobre el prado de Leganitos, y ahora encajonada entre edificios más modernos, que no sugiere por el aspecto exterior la forma tan bella y compleja de su estructura, con bóvedas concéntricas y planta formada por varias elipses cortadas entre sí.
La película trata del Mal y su revelación en una iglesia madrileña. En esta parroquia, que se llama “San Miguel”, no por casualidad (para aquellos lectores y lectoras practicantes de otros cultos, San Miguel es el Arcángel que lucha contra Lucifer en el cristianismo), los protagonistas van a asistir a una sucesión de hechos cada vez más siniestros. Cuando se está oficiando un bautizo, la gran bóveda de la iglesia se ilumina con una extraña luz, que congela el agua de la pila. Los sacerdotes reaccionarán de formas diversas. El párroco, Julio (Héctor Alterio), será el escéptico, que buscará por encima de todo una explicación racional. El sacerdote crédulo, Vicente (Emilio Gutiérrez Caba), afirmará sin duda que ha sido un milagro, y el tercer sacerdote, Francisco (Santiago Ramos), no sabrá responder, al encontrarse sumido en una crisis de fe motivada por unas horribles visiones apocalípticas. El reparto se cierra con los servidores de la casa, Antonio y su esposa Juana (José Luis López Vázquez y Asunción Balaguer), y el sobrino del sacerdote crédulo (Tristán Ulloa), que acaba de llegar del seminario. Hay otro sacerdote más en la parroquia, un anciano moribundo (de una edad “bíblica” e inexplicable), Laureano (José María Sagone), de quien sabemos que fue profesor de Alterio y López Vázquez en el seminario hace mucho tiempo. López Vázquez dejó la vocación para casarse.
Tras el primer suceso, la iglesia se llena de gente curiosa, y en la misa de mediodía, un exultante Gutiérrez Caba se dispone a los oficios (mientras Alterio acompaña al viejo sacerdote al hospital). Durante la misa, los parroquianos que han comulgado caen fulminados. La policía y los medios no se hacen esperar. Esos gritos de Félix Cubero: “¡No dé más comuniones, por dios!” y “¡Tienen que devolver la comunión!”; Juan Echanove, de detective, recogiendo con el guante de látex el cáliz y las hostias consagradas en una bolsa de pruebas, y las señoras quejándose en la tele de a dónde van a ir a comulgar ahora, tiene muchísima retranca de Luis Buñuel. En este tramo de la película, los directores dejan un margen para cierto humor no exento de crítica, con la intervención del enviado de la iglesia (Luis Perezagua), que también colabora en un programa de televisión sobre temas paranormales (y es muy aficionado a la buena mesa), para evaluar el supuesto fenómeno milagroso.
El detective comienza sus pesquisas en el ámbito de las sectas milenaristas y el terrorismo religioso, pero enseguida la trama vuelve al miedo: los muertos envenenados en la iglesia que no han sido sometidos a la autopsia vuelven a la vida, porque han ingerido una droga que les había causado catalepsia. El padre Francisco va en busca de los responsables, una secta de yonkis comandada por el hijo de los guardeses de la parroquia, quien parece haber sido el causante del envenenamiento. Tras unos momentos de pavor, cuando se desvela que todos los sacerdotes han tenido visiones, la historia parece quedar resuelta con la muerte por sobredosis del yonki violento y el suicidio de su madre. Los dos recrean “La Piedad” de Miguel Ángel en una imagen macabra.
La iglesia vuelve a abrir con normalidad, cuando se produce un nuevo hecho, todavía más espantoso. Los sacerdotes son obligados a abandonar la parroquia y es entonces cuando el sacerdote Francisco encuentra, escondidos en la habitación del padre Laureano, unos libros que se titulan “La Nueva Iglesia”, firmados por un tal Matesanz. El párroco le explica que se trata de la obra de un teólogo, apartado hace mucho tiempo de la iglesia, que les dio clases a él y a Antonio en el seminario y que predicaba el evangelio del Ángel Caído como el único dios verdadero. Francisco se dirige al convento donde se supone que Matesanz fue recluido, pero allí le dicen que abandonó el lugar muchos años atrás. El párroco, por su parte, descubre que Laureano se ha escapado del hospital y los espectadores ya sabemos que el viejo cura enfermo y el teólogo del demonio son la misma persona. Pero lo que no esperamos es lo que sucede en las dos escenas finales…
“Memorias del Ángel Caído” es una película muy arriesgada*. Cuesta creer que se hiciese en España, pero es un ejemplo de terror que podría haber abierto un camino fecundo en otras historias, cosa que no sucedió. Sobre todo ahora, que se han cumplido veinte años de su estreno, y las fuerzas creadoras y la libertad de crearlas están bajo mínimos. Algo tan excesivo, sobre la maldad dentro de la iglesia y a su alrededor, que conecta los fenómenos violentos con el derrumbe de las creencias y el género fantástico como soporte, es hoy un milagro, sostenido por actores en estado de gracia, como Balaguer, Alterio, Gutiérrez Caba y López Vázquez. Vuelves a ver ese último plano final, y sí. Es el apocalipsis nuestro de cada día.
- Acerca de los detalles de su creación, les remito al blog de uno de sus directores.